Industria bélica: el negocio de la muerte
Marcelo Colussi [email protected], Cuando nuestros ancestros descendieron de los árboles y comenzaron a caminar en dos patas, por vez primera en la historia fabricaron un objeto, un elemento que trascendió la naturaleza. Ese inicio de la humanidad estuvo dado, nada más y nada menos, que por la obtención de una piedra afilada; en otros términos: un arma. Podríamos preguntarnos entonces: ¿es que la historia de nuestra especie está marcada por ese comienzo? ¿Las armas están en el origen mismo de lo humano? La violencia es humana, la organización en torno al poder es humana. En ese sentido, el uso de algo que aumente la capacidad de ataque es vital. Lo fue en los albores de nuestra historia, para asegurar la sobrevivencia, pero… ¿lo sigue siendo hoy día? Ahí está la diferencia: las armas actuales no están al servicio de la supervivencia biológica; están al servicio del ejercicio del poder dominante, desde la más rústica espada hasta la bomba de hidrógeno. Las armas no son una garantía de seguridad en las sociedades; al contrario: son la prolongación artificial de nuestra violencia. ¿De qué estamos más seguros teniendo armas? Las armas matan, mutilan, aterrorizan, dejan secuelas psicológicas negativas… ¿Dónde está la seguridad que prestan? Pero, aunque parezca mentira, el negocio de la producción de armas (que es lo mismo que decir: el negocio de la muerte) es el ámbito más lucrativo del mundo moderno, más que el petróleo, la informática o la farmacéutica. Cuando decimos “armas” nos referimos al extendido universo de las armas de fuego (aquellas que utilizan la explosión de la pólvora para provocar el disparo de un proyectil). Eso comprende una variedad enorme: Todo esto no favorece la seguridad; por el contrario, constituye un riesgo altísimo para la humanidad. Cada minuto mueren dos personas en el mundo por el uso de algún tipo de arma (casi 3,000 al día). Y de liberarse todo el arsenal nuclear que hay en el planeta, no quedaría un solo ser vivo. El mito de la pistola personal para evitar asaltos y para conferir sensación de seguridad es solamente eso: mito. En manos de la población civil, muy rara vez sirve para evitar ataques; en general, sólo ocasiona accidentes hogareños. En manos de los cuerpos estatales que detentan el monopolio de la violencia armada, los arsenales crecientes –cada vez más amplios y más mortíferos– no garantizan un mundo más seguro. Por el contrario, hacen ver como posible la extinción de la humanidad. Es claro, entonces, que las armas en manos de policías y ejércitos sólo favorecen la perpetuación de la propiedad privada y un mundo de injusticias. No obstante la cantidad de vidas cegadas y el dolor inmenso que producen estos ingenios infernales que la especie humana ha inventado, la tendencia va hacia el aumento continuo de su producción y hacia el perfeccionamiento en su capacidad destructiva. El negocio de la muerte crece. Crece, ¡y mucho!… porque es rentable. Debido a su relación con la seguridad nacional y la política exterior de cada país, la industria bélica funciona en un ambiente de alto secretismo. En general los gobiernos no siempre están dispuestos o son capaces de controlar las ventas de armas de forma responsable. El negocio de las armas no es transparente: no es de conocimiento público y casi no está sujeto a ninguna fiscalización. Hoy se habla profusamente de la guerra en Ucrania; pero junto a ella –la más mediática, dado que allí se juega la nueva arquitectura global– hay otras 50 en todo el planeta, generando muerte y destrucción, pero muchas ganancias para otros (70,000 dólares por segundo). En el campo de las armas todo es negocio, tanto fabricar un submarino nuclear como una pistola. Incluso las llamadas armas pequeñas son un filón especialmente rentable. Más de 70 países en el mundo fabrican armas pequeñas y sus municiones, y nunca faltan compradores, tanto gobiernos como personas individuales (fundamentalmente varones). Las ventas directas de armas pequeñas (pistolas, revólveres y fusiles de asalto) corresponden al 12% de las ventas totales de armas en todo el planeta. Pero el grueso fundamental de la industria bélica lo aportan los cinco países que son miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China. Es decir: los encargados de velar por nuestra seguridad (¿?). Estados Unidos es en la actualidad el principal productor y vendedor mundial de armamentos, de todo tipo, con un 50% del volumen general de ventas. Ante todo esto: ¿qué hacer? ¿Comprarnos una pistola para defendernos? Apelar a campañas de desarme y de no uso de armas, al menos las pequeñas (pistolas y revólveres), es loable. Pero vemos que eso no alcanza para detener el crecimiento de un negocio poderosísimo. ¿Cómo hacemos para detener a multinacionales de poder casi ilimitado como las estadounidenses Lockheed Martin, Raytheon, Boeing, General Dynamics, las chinas Norinco o Avic, las rusas Rostec o Rosoboronexport?, ¿o a gobiernos que basan sus estrategias de desarrollo nacional en la comercialización de armas? La lucha contra la proliferación de las armas es eminentemente política: se trata de cambiar las relaciones de poder. No es posible que los mercaderes de la muerte sigan manejando el destino humano. ¿O tendría razón Freud cuando intuyó que la pulsión de muerte finalmente se impondría, logrando el exterminio de la humanidad?