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Tiene más de un siglo, pero sus hojitas de trece centímetros siguen brillando verde y sus semillas del tamaño de un ojo humano observan lo que pasa en las laderas orientales de la Cordillera de los Andes.

Foto: congonas

Es el más antiguo de sus dos hermanos, pero provienen de una familia milenaria. Su estatura lo hace un gigante en la Amazonía peruana. No es Dios, pero es más grande que una de las maravillas del mundo (Cristo del Corcovado). Su piel no se arruga, pero suele descascararse. Su cuerpo se mezcla entre un gris pálido y un pardo oscuro. Las ramas le forman un cráneo extenso en donde habitan pájaros e insectos y su cabello desordenado desprende medicina, alimento, o un ingrediente de algún producto que se puede encontrar en un supermercado. No camina, pero el inicio de su tronco se asemeja a las patitas del Uway, una ave que dormía en las rocas calizas del pueblo originario Asháninka. Este ser colosal vive en la comunidad Waypankuni, —ubicada en el distrito de Pichanaki, en la selva central de la región Junín de Perú—, la cual se nombró así en honor a dicho animal. En otros países recibe el nombre de Manchinga, Ramón, Árbol de Leche, Amapa, Guayamero, Tillo y Charo. Pero las mujeres indígenas que lo cuidan lo conocen como la Congona.

En el bosque amazónico no pasa desapercibido, pero en la ciudad rural y urbana seguro que no se sabe que la Congona está presente en una tabla de ajedrez; en una infusión para el asma o la diabetes; en la harina para elaborar un queque, un pan o una galleta; en una tortilla o en un batido; en un piano o una guitarra; en el alimento de vacas, caballos, cerdos y ovejas; en los mondadientes o en el palito de helado; en el mango de un martillo o en una escoba; en contrachapados; en un sofá o en las escaleras de una vivienda o edificio, etc.

La Congona más antigua de Waypankuni tiene más de 100 años, y sus dos pares más jóvenes tienen aproximadamente 80 años. Estos tres árboles, según las mujeres asháninkas que los cuidan, saben muchas historias de resistencia, lucha y violencia por las que ha pasado la comunidad y cada miembro de ella.

Esta especie que existe desde hace siglos presenció la organización y participación del pueblo asháninka en la rebelión del líder anticolonial Juan Santos Atahualpa en la Selva Central, contra los misioneros y conquistadores españoles en 1742. Durante el siglo XIX, la Congona vio que la colonización y el extractivismo del árbol de caucho significaron pérdidas de territorio y diversas formas de vida para los asháninkas. 

El pueblo asháninka fue uno de los que más sufrió el terrorismo subversivo y de Estado. En 1980, en los inicios del conflicto armado interno, la Congona fue testigo de cómo el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), Sendero Luminoso, y las Fuerzas Armadas violentaron la comunidad Waypankuni, donde también existía una base militar. “Hubo mucho abuso. Masacraron a niños y mayores”, relatan sus miembros.

Pero no solo fue parte de sucesos históricos sino del crecimiento de cada uno de los habitantes de la comunidad. Para las mujeres asháninkas, los árboles han sido sus abuelos y abuelas que las han acompañado en el trayecto de su existencia desde muy pequeñas.

Cuando iban a visitar a una pariente, a compartir con otra familia o a la “escuela” —que no es una institución educativa, sino un aula del Programa No escolarizado de Educación Inicial (PRONOEI)—, la Congona siempre ha estado allí, y en momentos de alegría y tristeza, escuchando, pero también cuidando. 

“Son cuidadores del territorio”, indican las mujeres asháninkas. Las abuelas y madres de Waypankuni les relatan a sus nietas e hijas que el árbol es su cuidador, y que quien quisiera hacerles daño, él las protegerá con sus ramas. De esta forma se manifiesta la reciprocidad entre ellas y su árbol ancestral.

La Congona. Foto: Difusión.

La Congona ofrece medicina, salud, alimentación y cuidado personal/colectivo. Las mujeres mayores asháninkas conocen las propiedades que se pueden obtener del árbol para hacer infusiones. Usan el látex del tronco para tratar infecciones pulmonares, asma y diabetes. En otras partes del mundo donde también existe la Congona se usa para la producción de leche en mujeres lactantes, como un antídoto para la mordedura de serpientes, y como un tónico para problemas respiratorios, entre otros.

Las mujeres asháninkas lo utilizan para el cabello. Durante el baño, se envuelven la cabeza con las hojas de la Congona, que las protege del sol, les da fortaleza y armonía con lo que las rodea. Para su cultura, el cabello es una pieza clave en su territorio. 

Los frutos, semillas, hojas y resina de la Congona son otro beneficio para la comunidad, ya que tienen alto contenido de hierro, calcio, proteína, folato, Vitamina B, Vitamina E, Zinc, Vitamina C, fibra, etc. Además, sus características nutricionales son más altas que el maíz, el trigo, la papa, el arroz, el fríjol y la avena.

Sin embargo, en las tierras altas y zigzagueantes de Waypankuni, a más de 1.500 metros sobre el nivel del mar, solo existen tres árboles Brosimun Alicastrum Swartz, el nombre científico de la Congona. 

Los asháninkas mayores y mayoras que habitan cerca a estos árboles, dicen que antes existían muchos más, pero fueron desapareciendo junto a otras especies por la depredación de los bosques que realizaron foráneos y algunos miembros de las comunidades indígenas.

Desde el 2001 al 2023, Global Forest Watch reveló que la región Junín perdió 251 mil hectáreas de cobertura arbórea (bosques primarios húmedos, secos y no tropicales, bosques secundarios y plantaciones de árboles), cifra que duplica la deforestación que causó la minería de oro en Madre de Dios entre 1984 y 2017, según una investigación publicada en la revista Environmental Research Letters. En palabras sencillas, es como si hubiera desaparecido casi toda la ciudad de Lima, la capital del Perú.

El color rosado representa el bosque perdido. Pichanaki es uno de los más afectados. Fuente: Global Forest Watch.

“En la década de los 90 se comenzó a vender los árboles. Vinieron madereros a ofrecer dinero. Y las autoridades locales colonizadas se los entregaron”, relatan quienes fueron los primeros jefes comunales de Waypankuni.

Las golondrinas que visitan la comunidad cada inicio de verano ya no hallan muchos árboles para reposar o quedarse. Los insectos también están retirándose.

Otra amenaza ha sido la siembra del kion, que ha sido usado durante varias generaciones para calmar un resfriado o la tos, pero fue en la pandemia de la Covid-19 en donde esta raíz se hizo popular para tratar el virus. Esto generó que a partir del 2020 su producción aumente y las exportaciones también. Junín es la región en donde se cosecha el 90% de este producto que es enviado a países como España, Países Bajos y Estados Unidos. Colocando al Perú en el tercer exportador mundial de kion.

Las cifras económicas positivas de aquellos años fueron celebradas por los gremios empresariales y el Gobierno peruano, pero las comunidades indígenas como Waypankuni sufrieron la tala indiscriminada en sus territorios para sembrar un ingrediente que sabe bien en un caldo de gallina, un chaufa o en un té con miel, pero que sabe amargo para quienes cuidan cada vida que existe en la Amazonía peruana. 

A ello se suma, la minería artesanal de oro con mercurio que existe en la cuenca del río Autiki, realizada por algunos propietarios de parcelas, la cual no solo contamina el agua, sino también el suelo de sus territorios. 

“El río Autiki es importante para nuestra alimentación. No solo vamos a pescar o a reunirnos, también tenemos un vínculo espiritual porque el río cura y las hermanas sabias hacen sesiones de cuidado de nuestras emociones con plantas medicinales. Es un espacio sagrado”, mencionan las mujeres asháninkas.

Foto: Onamiap

Para ellas, el extractivismo significa una tentación con falsas soluciones económicas del mercado, lo que afecta la armonía que hay entre su pueblo y su territorio.

Sin embargo, también deben lidiar con las consecuencias del cambio climático, un fenómeno que ha ido creciendo con la emisión de dióxido de carbono (CO2) de países contaminantes como Estados Unidos, China y Rusia desde la revolución industrial. 

Una consecuencia de la crisis climática en Waypankuni, es que la gran mayoría de los ‘ojos de agua’ —manantiales naturales donde el agua subterránea emerge a la superficie—, por ejemplo, se han ido secando por la falta de lluvias.

Los ‘ojos de agua’ también son considerados lugares importantes y sagrados ya que no solo es un área geográfica que se usa para hidratarse, sino que es un espacio con gran carga espiritual y energética donde el pueblo asháninka puede reconectar con la Madre Naturaleza.

 

Cooperativismo ante el capitalismo

Por estas razones, la comunidad Waypankuni decidió tomar acciones para enfrentar estos atentados contra el cuidado de sus territorios.

El cooperativismo es una alternativa de la economía indígena que el pueblo de Waypankuni aplica para encontrar la autonomía, igualdad y justicia económica indígena frente al sistema económico neoliberal, capitalista, colonial y occidental.

Foto: Cooperativa Ashaninka “Kasankari Kemito”

De esta forma, en el 2018 nació la Cooperativa Ashaninka “Kasankari Kemito”, en donde el 60% son mujeres asháninkas, y la cual tiene el objetivo de articular la producción en los mercados y mejorar la calidad de los productos agropecuarios cultivados y de recolección silvestre. 

Los cultivos de la comunidad de Waypankuni se dan mediante la agroforestería. Logrando un equilibrio con los árboles y animales que los habitan, contribuyendo a la mitigación y adaptación al cambio climático, y la restauración de ecosistemas y paisajes.

La agroforestería es una técnica ancestral del agro indígena que consiste en la combinación de la siembra de árboles, cultivos y crianza de ganado en un mismo terreno en donde estos tres elementos se complementan entre sí para generar una cadena de beneficios ambientales, sociales y económicos. Por ejemplo, el cacao es cultivado bajo la sombra de su propio árbol o de árboles vecinos obteniendo más beneficios. 

De igual manera, todo esto hace posible la producción de yuca, achiote, cacao, café, plátano, productos que luego las mujeres asháninkas venden en el mercado de Pichanaki.

En febrero de este año (2024), la Congona fue declarada como un patrimonio comunal ante el riesgo de que pueda desaparecer o extinguirse. Así se decidió en una asamblea comunitaria donde se detalló en un acta que está prohibido tumbar o talar este árbol milenario.

“Cuidar nuestro territorio es cuidar nuestras propias vidas”, dice Karen Huere Cristobal, una joven asháninka de 26 años de la comunidad de Waypankuni, que preside el Consejo de Kasankari Kemito y que junto a sus hermanas son parte de la Organización de Mujeres Indígenas de la Selva Central (Omiasec) y de la Organización Nacional de Mujeres Indígenas Andinas y Amazónicas del Perú (Onamiap).

Durante siglos, las mujeres asháninkas han reflexionado, teorizado y llevado a la práctica su rol en el cuidado del territorio y cómo éste sostiene y aporta a la economía indígena.

Las mujeres asháninkas de la comunidad de Waypankuni relatan que al nacer su ombligo queda sembrado dentro de su territorio, por eso es que entienden mejor el vínculo espiritual que poseen con cada forma de vida.

“Somos las mujeres quienes estamos más en contacto con nuestras abuelas y mamás, cuando nos cuentan las historias. (…) El varón a veces agarra las ideas coloniales para poder subsistir, pero no lo ve de otra forma. Explota la tierra para generar dinero. Un hermano indígena colonizado va a vender la tierra, lo va a traficar, lo va a alquilar, y por así decirlo, ha vendido a su propia ‘mamá’ (Madre Tierra)”, explica Karen, quien vive a unos cien metros del árbol de la Congona.

Las mujeres asháninkas de Waypankuni también han entendido que el Estado peruano —y el actual régimen extractivista de Dina Boluarte Zegarra— en el que viven no es otra cosa que la continuidad del colonialismo, por lo que la única forma de resistir o luchar es a través de su libre determinación, es decir, la capacidad de los pueblos para decidir su propio destino y desarrollo. 

Actualmente, el régimen de Dina Boluarte viene impulsando un ‘paquetazo antiambiental’, es decir, un conjunto de normas que tienen el objetivo de debilitar las normas ambientales para atraer a la inversión privada y forzar proyectos extractivos que no cuentan con licencia social.

Existe un término para referirse a las personas que imponen esas ideas de la colonia para destruir el territorio. El pueblo asháninka los conoce como los ‘Chorii’.

“Este modelo económico racista, clasista y hegemónico pretende romper los principios de los pueblos. Y lo está logrando. Es alarmante porque todo se pone en valor en el territorio. Y así nos empobrecen. Nos dicen pobres, pero no es así, ese es nuestro modo de vida. Cuidamos nuestro territorio, nuestros bosques. Si queremos llegar a una justicia económica, deben transitar a este modo que nosotras hemos venido preservando, un modo de vida de cuidado que viene desde milenios de años. Para que haya justicia económica nuestra madre naturaleza tiene que ser sujeta de derecho”, afirma Karen.

Foto: Onamiap

Miradas transfronterizas

Las mujeres indígenas expusieron ante el mundo el cuidado de sus territorios en 1995 en Beijing (China), durante la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer organizada por la Organización de Naciones Unidas (ONU). 

Eran alrededor de 100 mujeres de distintos pueblos originarios que explicaron que no se podía hablar de igualdad de género si no se miraba el sistema de explotación que ejercían los países de “primer mundo” sobre la madre naturaleza de países del “tercer mundo”. 

Según el relato de las mujeres indígenas, muchas feministas no las entendieron, pero las mujeres indígenas dejaron en claro que su forma de ser y estar en el mundo es colectiva, y está ligada a la Madre Tierra. 

“No solamente cuidamos a la familia, sino cuidamos a nuestra casa mayor: el territorio. Y el cuidado tiene que ver con cuidados a las plantas, a la agricultura, a las semillas, a los conocimientos, a los animalitos que tenemos en las chacras y en las milpas (chacras), que trasciende nuestro rol de cuidado más allá de las formas de como el movimiento feminista y los gobiernos estaban planteando la economía. (…) Nuestra vida depende de nuestros territorios”, menciona Esther Cámac Ramírez, mujer huancavelicana quechua que vive desde hace varios años en Costa Rica y actualmente es miembro de la Asociación IXCAVAA y del Grupo Impulsor sobre Justicia Económica del Enlace Continental de Mujeres Indígenas de las Américas (ECMIA).

Foto: Archivo de Esther Cámac Ramírez

Las mujeres indígenas señalan que el sistema nacional de cuidados debe considerar aspectos como la interseccionalidad y la interculturalidad, ya que las atraviesan distintos tipos de violencia.

Patricia Torres Sandoval, del pueblo purépecha de Michoacán en México e integrante de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas México (CONAMI) y miembro del ECMIA, indica que las mujeres indígenas se han enfrentado a lo que ellas llaman: un trauma económico, lo que quiere decir es que han sufrido una violencia estructural por parte de un sistema o modelo proveniente desde la colonización que ha empobrecido pueblos, comunidades y territorios.

Foto: ECMIA

Dicha violencia afecta más a mujeres, niñas y abuelas indígenas. La situación de pobreza hace que las mujeres indígenas tengan que salir de sus comunidades a las ciudades para dedicarse, en su gran mayoría, al servicio doméstico, un trabajo que hasta la actualidad sigue enfrentando una vulneración a sus derechos laborales y que puede convertirse en esclavitud.

Por eso, las mujeres indígenas también plantean la corresponsabilidad para que los cuidados del territorio sea compartido con sus pares varones.

“El sistema nos está haciendo mirarnos como pobres. No somos pobres, somos empobrecidos. También están estos enfoques que se tienen de que la pobreza es el problema, cuando más bien el problema es la riqueza que genera la pobreza. (…) Uno de los principales medios de generación de riquezas sigue siendo la explotación del territorio”, explica Norma Don Juan Pérez, del pueblo nahua, integrante del Consejo de Mayoras de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas México (CONAMI) y del Grupo Impulsor sobre Justicia Económica del ECMIA.

Foto: ECMIA

Por lo tanto, el Estado es considerado por las mujeres indígenas como una institución que quita en lugar de acoger a los bienes naturales y respetar los derechos de las comunidades. 

¿Y la cifra?

¿Por qué no hay una cifra del aporte de la economía indígena?, fue la pregunta que se le hizo a las mujeres indígenas que se entrevistó para elaborar este informe. Lo primero que nos respondieron fue: “No les conviene”. Seguido de eso se mencionaron un par de términos: Racismo clasismo.

Esther Cámac Ramírez señala: “Nosotras estamos convencidas que aportamos a la economía del país, pero no es visibilizado”.

“La colonización, para nosotras, no es solo un momento histórico. También es otra forma de opresión que sigue presente en nosotras de manera individual, pero también colectiva y que nos hace no poder reconocer que estamos haciendo aportes a la economía y que estos trabajos que hacemos, no es solo el deber ser, que tenemos asignado culturalmente, sino que esto que estamos haciendo es lo que sostiene la vida”, explica Norma Don Juan Pérez.

Las mujeres indígenas señalan que no se pueden abstraer completamente de este sistema, pero tampoco quieren ser parte de este sistema, por lo que están replanteando y buscando sus propios parámetros e indicadores económicos que se basen en su modo de vivir y su cultura, y que no posea una mirada occidental de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la ONU y otros organismos.

“Uno de los desafíos es justamente generar nuestros indicadores y nuestras variables, es decir, cómo incorporar a la estadística global, a esta práctica económica global, nuestras propias lecturas. Entonces, es ver cuánto es lo que estamos aportando a la sostenibilidad para la vida”, explica Patricia Torres Sandoval.

Las mujeres de comunidades originarias señalan que hay capacidad desde los pueblos y comunidades para convertirse en actores económicos, pero no se les mira de esa manera debido a que también tienen que enfrentar el racismo epistémico en el que los Gobiernos, los gremios empresariales, la academia y el feminismo blanco no reconocen sus saberes y sus aportes.

Otro sector invisibilizado, según las mujeres indígenas, es la población indígena migrante que vive en las zonas urbanas. Hasta la actualidad no se contabiliza ese aporte indígena a la economía de las ciudades.

Los pueblos originarios y las mujeres indígenas sostienen el mundo y sus naciones, a través del cuidado de su territorio. Sin embargo, los actuales modelos económicos están saqueando y destruyendo a la Madre Naturaleza y sus bienes naturales, sus historias, sus conocimientos, sus familias y sus vidas. Las mujeres indígenas afirman que se puede salvar el mundo cuidando la existencia de sus territorios.  

 

Texto: Jair Sarmiento Aquino

Entrevistas: Carolina Morales Esteban y Jair Sarmiento Aquino

Edición: Carolina Morales Esteban

Queremos agradecer el apoyo de la Organización de Mujeres Indígenas Asháninkas de Selva Central (Omiasec), la Organización Nacional de Mujeres Indígenas Andinas y Amazónicas del Perú (Onamiap), del Centro de Culturas Indígenas del Perú (Chirapaq) y al Enlace Continental de Mujeres Indígenas de las Américas (ECMIA).

 

Fuente: mataperrea.com

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