Nada de lo que ocurre en Palestina puede comprenderse sin conocer las bases fundacionales de Israel y cómo estas han ido desarrollándose a lo largo de las décadas. Dos episodios fueron clave y condicionan todavía los acontecimientos a día de hoy.
Un colonialismo del pasado que se reivindica en pleno siglo XXI
En 1916, en plena Primera Guerra Mundial, Reino Unido firmó con Francia el acuerdo secreto de Sykes-Picot, por el que ambas potencias europeas se repartían el control de Oriente Medio en caso de una victoria militar sobre la región. Francia ejercería su dominio sobre los actuales Siria y Líbano, y Reino Unido controlaría Transjordania (hoy Jordania), Palestina e Irak, todas ellas provincias del Imperio Otomano que se desintegraba. Así lo acordaron y así ocurrió.
En 1920 Transjordania, Palestina e Irak pasaron a estar bajo mandato británico. Buena parte de la población local reaccionó con indignación o desconfianza. La historia de los siguientes años en toda la zona está hilada por la construcción de movimientos de resistencia contra los países ocupantes, en busca de una independencia que fueron obteniendo de manera progresiva en las décadas de los treinta y los cuarenta, conquistando su entidad como Estados soberanos e independientes. Todos, menos uno: Palestina, el único rastro aún vivo en la región de un colonialismo que hoy en día es incompatible con los valores democráticos contemporáneos.
¿Qué ocurrió para que Palestina no pudiera obtener su independencia, como el resto de territorios de la región? ¿Qué pasó para que la población nativa fuera sometida a un proceso de expulsión y a una ocupación que, lejos de ir menguando con los años, ha ido creciendo y sofisticándose?
La Declaración Balfour
Fue una manifestación pública del Gobierno británico durante la Primera Guerra Mundial para anunciar su apoyo a la creación de “un hogar nacional” para el pueblo judío en Palestina. Apareció en la prensa en noviembre de 1917, año en que Reino Unido ocupó Palestina e inició su control sobre ese territorio. En 1922, la Sociedad de Naciones hizo suya la declaración Balfour, lo que fue recibido con malestar en el mundo árabe.
El movimiento sionista
El sionismo fue teorizado a finales del siglo XIX por el periodista austrohúngaro de origen judío Theodor Herzl, como respuesta a la ola antisemita que recorrió Europa en esos años, e inspirado por la obra de Moses Hess y de Leo Pinsker. Herzl elaboró la idea de un Estado judío, con la concepción del judaísmo no tanto como religión –que también–, sino sobre todo como grupo nacional y étnico. Se barajaron Argentina y Uganda como posibles territorios para ese futuro Estado judío, pero Palestina fue siempre la primera opción, por corresponder al territorio del que habla el Antiguo Testamento.
El sionismo empujó a judíos trabajadores y estudiantes a partir de 1880 a emigrar a Palestina –donde habitaba una pequeña comunidad judía desde hacía siglos– e impulsó la resurrección de la lengua hebrea, que había dejado de usarse oralmente hacía veinte siglos, aunque se empleaba en la liturgia y en textos literarios. La primera oleada migratoria se inició en 1882. Después, llegaron otras.
Los atentados de las organizaciones armadas sionistas
En la década de 1930, con la persecución nazi, la migración judía se incrementó. La Agencia de Migración Judía, bajo control de un gobierno sionista clandestino, coordinó los viajes a la Palestina del mandato británico. Además, empezaron a operar varias organizaciones armadas sionistas; algunas, como el Irgún o el Lehi, cometieron atentados con coches bomba y otra serie de ataques contra objetivos británicos y palestinos.
El Irgún estaba liderado por Menahem Beguin, que llegaría a ser primer ministro israelí en 1977. De él y de sus métodos “fascistas” alertaron ya en 1948 varias personalidades judías como Albert Einstein o Hannah Arendt, en una carta publicada en The New York Times.
El Lehi había estado comandado por Abraham Stern y, a partir de 1942, cuando este cayó muerto a manos de la Policía británica, asumió el mando Isaac Shamir, que también terminaría siendo primer ministro israelí, en 1983.
Uno de los ataques más sangrientos del Irgún se produjo en 1946, cuando perpetró un atentado contra el hotel King David de Jerusalén. Medio edificio saltó por los aires y al menos noventa personas murieron, la mayoría británicos. Este grupo armado impulsó otros crímenes, como el secuestro y asesinato de dos sargentos británicos, Clifford Martin y Mervyn Paice, cuyos cadáveres fueron colgados de un árbol.
Otros de los atentados más conocidos fue el llevado a cabo en enero de 1948 por la Haganá (grupo armado sionista, germen del futuro Ejército israelí) contra el hotel Semiramis de Jerusalén, propiedad de una familia cristiana palestina. Una bomba mató a veinticuatro civiles, entre ellos un niño y el vicecónsul español, Manuel Allende Salazar.
El asesinato por fuerzas israelíes del primer enviado de la ONU
Por su parte, el Lehi también cometió atentados. En 1944, bajo la dirección de Shamir, este grupo asesinó al ministro de Estado británico para Oriente Medio, y en 1948, al primer enviado especial de la historia de Naciones Unidas, el sueco Folke Bernadotte, quien había presentado un plan de paz que contemplaba algunos derechos para la población palestina, como la posibilidad de regresar a sus hogares o recibir compensación si no lo hacían.
Ese asesinato fue el inicio de la conflictiva posición israelí ante Naciones Unidas, cuyas resoluciones han sido incumplidas a lo largo de las décadas por los sucesivos Gobiernos de Israel. El actual gabinete del primer ministro Benjamín Netanyahu defiende posturas contrarias a las de la ONU y ha declarado “persona non grata” a su secretario general, António Guterres, acusándolo de ser “un peligro para la paz mundial”.
El uso de las armas y la apuesta por la vía militar han sido la senda de Israel desde su nacimiento como Estado, porque sólo a través de la fuerza puede ejecutarse un proceso de ocupación de territorio y un plan de desposesión y exclusión contra la población nativa. El escenario de una guerra continuada es imprescindible para la extensión de la ocupación del territorio y para el arrinconamiento y control de la población palestina.
Ya en 1919 la Comisión King-Crane, promovida por Estados Unidos para conocer la posición de las élites locales, determinó que “ningún oficial británico consultado por los comisionados creyó que el programa sionista podría ser llevado a cabo excepto por la fuerza de las armas”.
La limpieza étnica de 1948
La situación en Palestina, con ataques y una tensión creciente por el dominio territorial, se hizo insostenible y llevó a Reino Unido a barajar el fin de su mandato en esta región. El horror del Holocausto empujó a la Asamblea General de la recién creada ONU a aprobar en 1947 la resolución 181, que recomendaba un Plan de Partición en Palestina. (Las resoluciones de la Asamblea son recomendaciones, no son vinculantes como las del Consejo de Seguridad de la ONU).
Ese plan adjudicaba el 44,8% del territorio de Palestina a un futuro Estado palestino y el 54,7% a un futuro Estado de Israel. Por aquel entonces el 70% de la población era palestina y el 30%, judía. El reparto no era equitativo.
En los dos primeros trimestres de 1948 las organizaciones armadas sionistas Irgún y Lehi impulsaron redadas y asesinatos en varios pueblos situados en el corredor que une Jerusalén con Tel Aviv, una zona asignada como territorio palestino por el Plan de Partición de la ONU. De ese modo, a través del denominado Plan Dalet, se registraron matanzas en pueblos como Deir Yasín, con el objetivo de expulsar a la población palestina. Las fuerzas sionistas de elite de la Haganá también atacaron con morteros importantes ciudades, como las costeras Yafa y Haifa, provocando la huida de gran parte de la población palestina y tomaron la mayoría de los barrios del oeste de Jerusalén, así como Tiberíades, Safed, Beisan o Acre.
El nacimiento de Israel y la continuación de la guerra
Tras esas operaciones, con las que se consiguió la huida de importantes bolsas de población nativa, Israel declaró su independencia, el 14 de mayo de 1948, y fue reconocido de inmediato por la Unión Soviética y Estados Unidos.
Al mismo tiempo, los Estados árabes vecinos, que por un lado temían la expansión del colonialismo israelí hacia sus propios territorios y, por otro, buscaban aprovechar la situación para hacerse con un trozo de Palestina, declararon la guerra a Israel. Los Ejércitos de Egipto, Siria, Transjordania, Líbano, Irak, Arabia Saudí y las milicias palestinas se enfrentaron a los soldados de la Haganá, en la que se integrarían dos semanas después los grupos paramilitares Irgún y Lehi, conformando lo que pasaría a ser el Ejército israelí.
El plan Dalet primero y la guerra después provocaron el éxodo de más de 700.000 palestinos que huyeron de sus casas y jamás pudieron regresar. Sus viviendas fueron destruidas o redistribuidas –por la Ley de Bienes Ausentes– a militares y funcionarios israelíes. Es lo que se conoce como Nakba o desastre.
Otra ley, la del retorno, estableció el derecho de cualquier judío del mundo a vivir en Israel. El mismo derecho tienen sus parejas, hijos, nietos o bisnietos, así como cualquier persona que se convierta al judaísmo. Pero no tienen derecho a vivir allí los palestinos de la Palestina histórica que sufrieron el desplazamiento forzado y perdieron sus tierras, tampoco sus hijos ni sus nietos, ni sus parejas, ni aquellos que en las décadas posteriores han sido forzados a dejar sus tierras y casas.
Más anexión de territorio palestino
Con la guerra de 1948 Israel se anexionó más territorio, haciéndose con el 78% del total. Solo Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este (el 22% del total de Palestina) quedaron fuera de su alcance, bajo control de Egipto y Jordania hasta 1967, con una excepción desde 1956 a 1957, cuando Israel, Francia y Reino Unido ocuparon Gaza. En 1967, en el marco de la Guerra de los Seis Días, Israel ocupó también esos territorios palestinos, además de los Altos del Golán sirios y el Sinaí egipcio. Esa ocupación se mantiene a día de hoy, excepto la de la península del Sinaí. Además, en Cisjordania y Jerusalén Este la ocupación a través de colonias ha ido extendiéndose desde entonces.
En 1993 había 160.000 colonos israelíes en esos territorios. A día de hoy, hay más de 700.000 colonos viviendo y ocupando ilegalmente territorio palestino, para lo que cuentan con la protección del Ejército israelí, que ampara esa violación de las resoluciones de la ONU.
La ocupación y el apartheid en el presente
Varias resoluciones de Naciones Unidas –242, 3236, 446, 497, 1515 y 2334, entre otras– exigen la retirada de la ocupación israelí de los territorios palestinos. Israel las incumple sistemáticamente. De hecho, hace tan solo unos días el Parlamento israelí votó con abrumadora mayoría (99 votos de 120) contra la declaración de un Estado palestino.
Esa votación, como otras tomas de posición, desvela que no son sólo el partido Likud y sus socios de Gobierno los que rechazan la posición de la ONU: es la mayoría parlamentaria. De los 193 países miembros de Naciones Unidas, 139 reconocen Palestina como Estado. La propia ONU lo reconoce.
De todo esto va la guerra de Israel contra Gaza. Los Estados no se mueven por meras venganzas. La excusa de masacrar Gaza para terminar con Hamás no es sostenible, porque nada justifica matar a 30.000 personas, herir a 70.000, ni destrozar el 70% de la infraestructura, cifras sin precedentes en este siglo.
Además, por mucho que Israel siga bombardeando Gaza, Hamás seguirá existiendo y, al final, se necesitará un acuerdo. Cuanto antes llegue, más vidas se salvarán. Incluso si Hamás desapareciera por completo, el resto de las fuerzas palestinas seguirán pidiendo el fin de la ocupación y del apartheid, como ya lo hacían antes de que naciera la organización islámica palestina en los años 80 del siglo XX.
El plan de Israel: más dominio y colonialismo
Hamás surgió al calor de la Primera Intifada palestina, como consecuencia de años de ocupación israelí ilegal y discriminación sistemática a través de un sistema diseñado para apartar a la población nativa. Hamás es consecuencia, no causa.
Si el propósito principal de Israel fuera su propia seguridad y terminar con los ataques de Hamás u otras organizaciones, pondría fin a su ocupación ilegal y al sistema de apartheid que aplica contra la población palestina de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este.
Si su prioridad fuera realmente la puesta en libertad de los rehenes, habría negociado hace ya tiempo otro intercambio de prisioneros y aceptado un alto el fuego inmediato en Gaza. Sabe bien que a través de bombardeos continuados –durante casi cinco meses– sólo ha logrado liberar a dos rehenes, mientras que cuando accedió a un acuerdo obtuvo el regreso a casa de más de cien israelíes en cautiverio. Es evidente que la perpetuación de su ofensiva ha tenido otros fines.
El objetivo de Israel es mantener el proyecto sionista de un Estado judío de mayoría judía, con el control del territorio palestino pero sin los palestinos como ciudadanos con derechos. Con la ocupación busca, además, beneficiarse de materias primas, acuíferos, así como de los yacimientos de gas en la costa e incluso de una eventual vía comercial alternativa al canal de Suez.
El crecimiento gradual y progresivo de la ocupación muestra que éste ha sido el propósito a lo largo de las décadas, con sucesivos gobiernos. Para ello llevó a cabo una limpieza étnica en el pasado e impulsa en la actualidad crímenes de tal calibre que la propia Corte Internacional de Justicia ha establecido que hay señales creíbles de un genocidio en curso.
La fuerza de las armas para perpetuar el dominio del territorio ajeno
Si Israel devolviera el territorio ocupado, si accediera a cumplir las resoluciones de la ONU y el derecho internacional, si dejara de negar los derechos de la población palestina -que incluyen el derecho a la reparación por su expulsión y por la apropiación de sus bienes-, se allanaría el camino de la convivencia, la seguridad y el respeto.
Pero el Gobierno y la mayoría del arco parlamentario israelí no quieren renunciar ni a un milímetro de territorio y, de hecho, aspiran a más. El propio Netanyahu lo dejó claro el pasado septiembre, antes de los atentados de Hamás del 7 de octubre, cuando mostró públicamente un mapa en el que Palestina aparecía dentro del Estado de Israel, anexionada, ocultada, robada. Lo hizo en la sede de Naciones Unidas, desafiando las resoluciones de ésta y protegido por Estados Unidos.
Israel arrincona a dos millones de palestinos y mata a decenas de miles para intentar acelerar sus planes coloniales. No busca la paz, sino el dominio. Por eso hace unos días Netanyahu anunció que, tras su castigo colectivo contra Gaza, la Franja quedará bajo control militar israelí por mar, tierra y aire. Con ello apuesta por el uso continuado de la fuerza, que condiciona ya las dinámicas del orden internacional porque, como repiten representantes de Naciones Unidas, “la crisis de Gaza es una crisis para la ONU y para la humanidad”.
Fuente: rebelion.org