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Fuente de la imagen: IDEHPUCP.

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La sociedad observa diariamente a un equipo de gobierno centrado en defender a la presidenta de las revelaciones que surgen en contra suya y en sostener a un ministro del Interior que, además de las graves denuncias que pesan sobre él, aparece como el responsable directo, por su negligencia y su incompetencia, de la cotidiana sangría que padece nuestra sociedad.

Tres series de hechos convergen en estos días para ilustrar de la manera más chocante el absoluto divorcio entre la coalición gobernante y las necesidades más apremiantes de la sociedad peruana.

La primera serie está constituida por el indetenible goteo de informaciones sobre las operaciones de cirugía estética que se hizo practicar la presidenta Boluarte, intervenciones que ella y su gabinete insisten en presentar como de necesidad médica.

La segunda serie, de ribetes ciertamente trágicos, es la también indetenible sucesión de asesinatos y ataques de diversa naturaleza, incluso con armas de guerra, practicadas por la industria de la extorsión y su brazo armado, el sicariato, en varias de las ciudades más grandes del país. Este fenómeno de violenta criminalidad desatada ante la indiferencia o la ineptitud del gobierno llega al extremo grotesco de que algunas escuelas optan por no iniciar presencialmente el año escolar por las amenazas criminales que penden sobre ellas.

La tercera serie surge de la conjunción de las dos primeras: ante las demostraciones de la verdadera naturaleza de la intervención quirúrgica –y hay que centrarse, respecto de esto, en el problema de la falsedad sistemática–y ante la indignación generalizada por el incremento de la criminalidad, el gobierno responde con medidas efectistas, que, lejos de servir para hacer frente a la inseguridad, parecen destinadas simplemente a desviar la conversación: declaración de estado de emergencia y un regreso a la manoseada idea, por demás inconstitucional, de la pena de muerte.

Está claro que la declaración de estados de emergencia no tiene mayor utilidad para la lucha contra el tipo de delincuencia que acosa a la sociedad peruana en estos años. La demostración práctica se encuentra, evidentemente, en el nulo resultado que ha rendido hasta ahora ese recurso, adoptado una y otra vez por sucesivos gobiernos, pero de manera particular en los últimos tiempos.

Como se ha señalado repetidamente, la declaración de estados de emergencia, con la que se busca dar una impresión de severidad y resolución diciendo que las fuerzas armadas garantizarán la seguridad complementando a la policía, es en realidad solo un anuncio espectacular sin mayor destino, puesto que no viene acompañado de ningún plan racional, sistemático, viable y sostenible para hacer frente al problema. Se puede decir algo más, incluso: esos anuncios espectaculares sirven a la coalición de gobierno precisamente para eximirse de elaborar y ofrecer un plan viable. Son una cortina de humo para ocultar el problema y la negligencia gubernamental.

Pero, de otro lado, ese recurso no solamente es inconducente y engañoso, en tanto sustituye la acción efectiva por el espectáculo, sino que es también peligroso, pues genera un riesgo de vulneración de los derechos humanos de la población a la que, más bien, se debería brindar garantías de seguridad. La retórica de la “mano dura” no es un arma contra la criminalidad violenta sino, en todo caso, una renuncia a actuar con conocimiento y precisión y una amenaza a los derechos de la ciudadanía.

Un elemento indisociable de esa retórica es, evidentemente, el ofrecimiento de reinstaurar la pena de muerte, que suele venir aparejado del anuncio de una renuncia del Estado peruano a sus compromisos con el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH). La presidenta ha vuelto a hacer ese anuncio, ahora ante una audiencia escolar. “Estoy pensando firmemente en la pena de muerte porque no vamos a permitir un muerto más, de un peruano, de una peruana que honestamente trabaja”, ha dicho la presidenta en la inauguración del año escolar en un colegio con la misma ligereza con que hizo similar anuncio en diciembre del año pasado.

Una vez más hay que decir que, aparte de que esa medida contradice los compromisos del Estado y que el hipotético retiro del SIDH significa más desprotección a los derechos de la ciudadanía, la idea de la pena de muerte no tiene ningún viso de ser un medio para detener la ola de criminalidad y es, al igual que los estados de emergencia, solo una forma de confesar que no se tiene plan ni política pública contra el crimen ni, al parecer, mayor intención de elaborar alguna estrategia racional.

En medio de todo esto, la sociedad observa diariamente a un equipo de gobierno centrado en defender a la presidenta de las revelaciones que surgen en contra suya y en sostener a un ministro del Interior que, además de las graves denuncias que pesan sobre él, aparece como el responsable directo, por su negligencia y su incompetencia, de la cotidiana sangría que padece nuestra sociedad.

Fuente: servindi.org


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