Ollantay Tizan
El Salvador, un país territorialmente más pequeño del Continente, con sus 21 mil Km² de extensión, y una población que bordea los 6.3 millones de habitantes, con un Producto Interno Bruto (PBI) que alcanza los $ 32 mil millones, deja lecciones e inquietudes para Abya Yala.
Para el 2019, El Salvador era un país controlado por el crimen organizado (las maras). Los partidos políticos, de derechas e izquierdas, neoliberalizados, habían convertido al país de San Oscar Arnulfo Romero en in componente del “Triángulo del Norte”, que junto a Honduras y Guatemala, era una mala referencia por el alto grado de la mara y la narco violencia. Seguridad y certidumbre es lo que clamaba la población que tributaba doble, al Estado y a la mara.
En esas condiciones llegó a la presidencia, con el 53% de votos, el joven empresario, con la gorra volteada, y sin corbata, Nayib Bukele, que no superaba entonces los 40 años de edad.
En 4 años de gobierno, y con un Congreso de la República a su favor, encarceló a decenas de miles de personas sospechosas o acusadas por pertenecer a la delincuencia organizada. Reorganizó la geopolítica interna del país reduciendo los 262 municipios a 44 municipios. De 84 diputados redujo a 60 escaños. Su argumento fue: “la corrupción y la inoperancia de la función pública”. Estas dos medidas fueron “logros aplaudidos” por las grandes mayorías de la población que encontró un “respiro” en Bukele.
Además le apostó a la digitalización de la economía del país, mediante la oficialización del Bitcoin como moneda del país. Pero esta apuesta no fue óptima.
Su gobierno estuvo cuestionado por la cooptación de los órganos e instituciones del Estado por parte del Ejecutivo. Además de la vulneración de los derechos humanos y del debido proceso en la “guerra” contra las maras. Pero Bukele, como maquinaria aplanadora, siguió y avanzó sobre sus oponentes montado en la estructura estatal.
Mientras ganaba legitimidad en la población por su apuesta por proveer seguridad y políticas de anti corrupción, también hacía méritos para pasar a la historia como el salvadoreño sepulturero de la institucionalidad y constitucionalidad del inoperante bicentenario Estado nación salvadoreño.
Coronó su primer mandato, dentro de la constitucionalidad salvadoreña, con la inscripción de su candidatura para su reelección presidencial. Sí. Una candidatura inconstitucional y delictiva. La Constitución Política, al igual que el resto de los países centroamericanos, prohíbe expresamente, y hasta en 6 artículos, la reelección presidencial. Quizás lo hizo leyendo el sentir del pueblo salvadoreño. Pero, el costo es alto. Ahora, su triunfo electoral no sólo es un premio para el delito, sino también un estímulo que promueve conductas inconstitucionales. “La Constitución y las instituciones no sirven cuando se trata de seguridad y anti corrupción”, parece indicar el gobernante neoliberal con su conducta.
Si el proceso electoral 2024 fue la legitimación de la inconstitucionalidad. Los resultados electorales, que dan el triunfo con 87% de votos a Bukele, con 58 de los 60 diputados del Congreso para el partido oficialista, inauguran la hegemonía de un partido único, decidido a gobernar “para el pueblo”, sin la Constitución, ni la institucionalidad.
Sin buscarlo, El Salvador retrotrae el añejo dilema griego: “Gobierno de Leyes o gobierno de hombres”. No cabe duda, los sectores populares de este país “pulgarcito” del Continente están llamados a organizarse sociopolíticamente para proveerse un nuevo marco constitucional y nueva arquitectura institucional para seguir avanzando de manera más organizada.
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