Radio Victoria

Aquella frase de Perú: país minero, impuesta por el poder económico y fundada en la desigualdad socioeconómica, resultó ser el aliento para que los últimos 20 años miles de personas empobrecidas sean los nuevos “emprendedores mineros”.

Luis A. Hallazi Méndez*  

Debates Indígenas, 5 de marzo, 2024.- La larga tradición de los extractivismos en el Perú ha conseguido que la minería en sus diversas formas (megaminería, mediana, informal, ilegal y hasta artesanal) se haya erigido como una muralla difícil de interpelar. El solo hecho de cuestionar u oponerse a este dogma nacional no solo puede condenarte al ostracismo, sino también traer la muerte.

El extractivismo minero, es decir, la extracción de minerales en gran volumen, se orienta esencialmente a exportar materias primas sin procesar (o con un procesamiento mínimo). Esta práctica se inicia con el colonialismo, cuando la riqueza se transformó en oro y en una urgente ambición por sacarla de las montañas. El Cerro Rico del Potosí constituyó el origen de la revolución mineral y de un capitalismo fundado en la mineralización de la condición humana. En este contexto, el Perú ocupó el poder político que hizo posible esta transformación, proveyendo materia y naturaleza, pero, sobre todo, mano de obra indígena que fue aniquilada en los socavones.  

La historia del colonialismo minero es inabarcable. Y su factor común es que los pueblos campesinos, indígenas y originarios siempre han perdido. En este sentido, durante los últimos 30 años de neoliberalismo, encontramos hitos importantes a modo de conflictos socio-ambientales que incluso han llegado a determinar la suerte del gobierno de turno. Pero lo más común es observar proyectos mineros en territorios indígenas y campesinos. En menor lugar, existieron victorias pírricas, pero esperanzadoras, que, a pesar de cambios institucionales positivos, hoy se están desmoronando.

Neocolonialismo y nuevos escenarios mineros

Pensemos en el caso de La Oroya y sus 15 años de liquidación por insolvencia de Doe Run o en Tambogrande, enfrentada con la empresa Manhatan Minerals desde 2000 a 2009 tras una histórica consulta popular organizada por la misma ciudadanía que afianzó el respeto al derecho de consulta previa (y que hoy vuelve con el nombre de Algarrobo). Pensemos en el conflicto de Conga que desencadenó en una movilización nacional que originó la caída de un gabinete y acuerdos de mejoras institucionales. Hoy casi nadie se acuerda de Máxima Acuña ni de las cinco víctimas del conflicto.

Uno de los puntos en común de estos conflictos mineros es el cuestionamiento neocolonial de la relación del Estado con los pueblos indígenas, cuya solución para el gobierno depende de las mejoras en el funcionamiento institucional (siempre negando la agencia indígena). En esa interpelación, las empresas nacionales o transnacionales mineras mostraban sus credenciales de responsabilidad social corporativa y no había mucho más que discutir. Sin embargo, en los hechos, no había nada de responsabilidad social: el proyecto minero se imponía a través de la violación de derechos fundamentales.

Aquella frase de Perú: país minero, impuesta por el poder económico y fundada en la desigualdad socioeconómica, resultó ser el aliento para que los últimos 20 años miles de personas empobrecidas sean los nuevos “emprendedores mineros”.

Estos grandes debates fueron cambiando su eje hacia “nuevos” escenarios: el avance de la minería ilegal o informal por todo el territorio nacional; la preocupación de las grandes empresas mineras de no ser confundidas con el desastre social y ambiental (sobre todo si es amazónico); y el crecimiento del crimen organizado alrededor de la extracción ilegal en territorios no controlados por el Estado. Entonces, las empresas mineras comenzaron a exigir mano dura, pero ya no contra los líderes de las protestas socioambientales, sino contra el crimen organizado con el objetivo de garantizar sus inversiones. 

Lo paradójico es que aquella frase de Perú: país minero, impuesta por el poder económico y fundada en la desigualdad socioeconómica, resultó ser el aliento para que los últimos 20 años miles de personas empobrecidas sean los nuevos “emprendedores mineros”. Estos trabajadores precarizados tomarían esta ilusión neoliberal y se internarían hacia la devastación de la naturaleza, ahondando la crisis climática, social y ambiental que parece estar delineando nuestro actual Estado fallido.

Un mendigo sentado en un banco de oro ilegal

Erigirse como una muralla en estos tiempos exige tener cimientos macroeconómicos. En los últimos diez años, la minería en el Perú representó un promedio del 9% del Producto Bruto Interno (PBI), al mismo tiempo que contribuyó con alrededor del 60% de las exportaciones y el 20% del capital de inversión extranjera directa. Sin duda, es una actividad económica robusta dada la extrema importancia que le ha dedicado la maquinaria estatal con sus gobernantes de turno.

Y es cierto también, que la gran minería ha convivido con la minería ilegal desde siempre. La minería ilegal aporta cerca del 30% del total de producción formal (la mitad proviene de la Amazonía) y este porcentaje va creciendo puesto que, según informes de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF), entre 2013-2023 la minería ilegal ha sido el delito con el mayor monto acumulado: 8.216 millones de dólares, una cifra que supera incluso al narcotráfico. Esto, sin contar, los mercados y las cadenas de suministro de minería ilegal que van creciendo ante la ausencia estatal. 

La minería ilegal es aquella que no cumple con las exigencias técnicas, administrativas, ambientales y sociales de ley, o que se realiza en zonas, lugares, espacios en las que esté prohibida.

La definición jurídica de minería ilegal, se hizo recién en 2012, con la aprobación del Decreto Legislativo N° 1102, que incorporó al Código Penal los delitos de minería ilegal simple y agravado. El tipo penal refiere a que la exploración y explotación de recursos minerales que no cuenten con la autorización de la entidad administrativa competente y cause perjuicio o daño ambiental, será reprimido con pena de 4 a 8 años. Posteriormente, el Decreto Legislativo N° 1105 definió a la minería ilegal como aquella que “no cumple con las exigencias técnicas, administrativas, ambientales y sociales de ley, o que se realiza en zonas, lugares, espacios en las que esté prohibida”, como lagunas, riberas de ríos, cabeceras de cuenca y las zonas de amortiguamiento de áreas naturales protegida.

Más tarde, la opacidad sobre qué es informal y qué es ilegal ha sido delineada por una ley instrumentalizada por el poder político (los congresistas), que hoy representa los intereses de la minería ilegal (a febrero de 2024 existen 17 proyectos de ley a favor de la minería ilegal). Las normas que se crearon para casos “excepcionales” se terminaron convirtiendo en la regla y, tras 22 años de iniciado el proceso de formalización, éste se ha ido desnaturalizando al ampliar sucesivamente la inscripción de mineros informales en el denominado Registro Integral de Formalización Minera (REINFO). A su vez, el Código Penal ha excluido del delito de minería ilegal a todo el que esté en un proceso de formalización (que puede ser infinito).

Minería en territorios de pueblos andinos

Cuando se aprobó la ley de consulta previa, libre e informada, el gobierno de Ollanta Humala trató de excluir a las comunidades campesinas como beneficiarias de la norma porque los proyectos mineros se iban a retrasar y truncarían la inversión. Finalmente, como era imposible discutir los títulos coloniales entregados por la Corona española a algunas comunidades campesinas e indígenas de los Andes y la costa, el cuestionamiento se acabó.

Lo cierto es que el 92% de las comunidades se ubican en la zona andina. El resto se encuentran en la costa (alrededor de 215) y la Amazonía (cerca de 286). Solo las comunidades de los Andes son propietarias de más del 26,5% del territorio nacional. Esto demuestra que en el largo camino de la historia del colonialismo minero no se puede disociar la extracción de minerales, de la mineralización de los cuerpos indígenas.  

Actualmente el territorio peruano tiene un área concesionada a la minería de 23.032.385 hectáreas que corresponde al 18% de la superficie nacional. De esta superficie, por lo menos el 31,63% se encuentra superpuesta con territorios de comunidades campesinas (aún faltan titular comunidades, mientras que no toda concesión está activa). Por otro lado, no se sabe cuántos proyectos de gran minería están en exploración y explotación en territorios indígenas, cuántos de los territorios de comunidades campesinas han sido invadidos por terceros para realizar minería ilegal ni cuántas de estas comunidades realizan actividades mineras legales o ilegales.

Minería ilegal y crimen organizado en la Amazonía peruana

Según MapBiomas, la cobertura forestal en la Amazonía peruana alcanza un total de 69.100.000 de hectáreas y ocupa el 53,5% del total de la superficie del país. En este marco, 16.000 de hectáreas se encuentran en territorios de comunidades nativas tituladas y demarcadas, representando el 21,7% de los bosques de todo el país. Estas comunidades nativas son alrededor de 2.800. Según datos de 2021, el 9% de la cuenca amazónica peruana está concesionada a la pequeña y mediana minería, siendo las regiones de Junín, Madre de Dios y Cusco las que poseen una mayor concentración de concesiones que se superponen parcial o totalmente a 2.021 comunidades nativas. Esto sin contar las crecientes invasiones a territorios indígenas para la explotación de la minería ilegal. 

A pesar de que cuenta con la menor densidad poblacional del país, Madre de Dios es la región con mayor impacto de la minería ilegal e informal. La población mayoritaria del departamento son migrantes andinos y el resto corresponde a los pueblos Amarakaeri, Arawak, Machiguenga y Mashko Piros. Este último pueblo aún se encuentra en aislamiento voluntario en una de las 25 áreas de mayor biodiversidad del planeta. Sin embargo, los bosques de Madre de Dios esconden una bestia voraz que busca oro, aniquilando árboles y vomitando un lodazal pestilente. Miles de hombres están condenados a alimentar día y noche a la bestia, a cambio de una promesa neoliberal que transforma las áreas verdes en lodo bañado de mercurio.

El impacto de décadas de actividad minera aurífera sin intervención del Estado ha sido devastador y es el resultado de 14 años de una declaración de interés nacional para el ordenamiento minero en la región de Madre de Dios.

Según el Centro de Innovación Científica Amazónica, la depredación del bosque de La Pampa, ubicada en la zona de amortiguamiento de la Reserva Nacional de Tambopata, se extiende por más de 20 kilómetros de largo y cinco de ancho. Se calcula que, en 32 años (1985-2017), la minería aurífera ha deforestado 95.750 hectáreas, es decir, el tamaño de un país como Hong Kong. El impacto de décadas de actividad minera aurífera sin intervención del Estado ha sido devastador y es el resultado de 14 años de una declaración de interés nacional para el ordenamiento minero en la región de Madre de Dios.

La minería ilegal se ha extendido prácticamente a todas las regiones del Perú, al mismo tiempo que se reporta la presencia de organizaciones criminales internacionales como el Comando Vermelho o el Primer Comando Capital que, en alianza con bandas nacionales, van tomando el control de enclaves mineros. Hoy, el Perú es una de las regiones más peligrosas para defensores de derechos ambientales y territoriales: desde el inicio de la Covid-19 se reportaron 32 asesinatos en la Amazonía, la gran mayoría líderes de pueblos indígenas. Las cuencas de los ríos Aguaytia, San Alejandro y Sungaruyacu, donde viven los pueblos Kakataibo y Shipibo, es la región con mayor incidencia de violencia.

Un panorama desalentador

Toda esta situación acumulada a lo largo del tiempo ha llevado a que, en diciembre del 2023, un grupo armado asaltara socavones concesionados a la Compañía Minera Poderosa, en la provincia de Pataz, con el saldo de diez trabajadores asesinados y 13 heridos. En los hechos, la primera región productora de oro de todo el Perú, cuyas empresas contrataban personal de seguridad para protegerse de la minería ilegal, alimentó una organización criminal que busca el control de áreas que fueron concesionadas a la empresa.

El futuro inmediato es desalentador, hay una seria descomposición de la institucionalidad estatal a todo nivel, la corrupción no cesa y la complicidad del Estado con la minería ilegal es evidente. Al mismo tiempo, la convivencia de la empresa privada con el oro ilegal sigue alimentando el mercado internacional y las cadenas de suministro, y la criminalidad transfronteriza va destruyendo la naturaleza y el tejido social. Frente a este panorama de violencia, a los pueblos indígenas sólo les queda profundizar las autonomías, el derecho de autodeterminación y las diversas formas de autogobierno indígena.


Fuente: servindi.org

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