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Marcelo Colussi

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Las TIC´s (tecnologías de la información y la comunicación) son especialmente atractivas; con mucha facilidad pueden pasar a ser adictivas (de la real necesidad de comunicación fácilmente se puede pasar a la adicción, más aún si ello está inducido, como efectivamente sucede). Hoy, quizá un tanto exageradamente, se habla de “adicción al internet”, como si se tratara de la dependencia de alguna a sustancia psicotrópica. No es lo mismo, pero tampoco está lejos de ello. Estamos invadidos por una cultura de lo digital; vivimos una entronización de ello, que puede llevarnos a verlo como panacea. De todos modos, más allá de la interesada prédica empresarial que identifica a las TIC’s con una supuesta “solución universal”, no hay dudas que tienen algo especial que las va tornando imprescindibles. Por eso esa adicción creciente.

Estar conectado, estar todo el tiempo con el teléfono celular en la mano, estar pendiente eternamente del mensaje que puede llegar, de las redes sociales, del chat, constituye un hecho culturalmente novedoso. Un corto tiempo atrás, a nadie se le hubiera ocurrido compartir una foto donde estamos comiendo haciendo alarde de la comida, una imagen de mi mascota, de mi persona practicando un deporte, o llorando porque nos dejó la pareja; eso era inconcebible. Hasta hubiera parecido absurdo quizá. Ahora pasó a ser parte de nuestra cotidianeidad; o, al menos, del día a día de muchísima gente en el mundo. Incluso de sectores deprimidos económicamente, donde tal vez falta la comida, pero donde sí hay un teléfono inteligente, y donde no falta la selfie que nos muestra felices y radiantes. Estas tecnologías van mucho más allá de una circunstancial moda: constituyen un cambio profundo, un hecho civilizatorio, una modificación en la conformación misma del sujeto y, por tanto, de los colectivos, de los imaginarios sociales con que se recrea el mundo y se actúa sobre él.

En esa penetración que tienen las TIC’s, como mínimo se podrían señalar dos características definitorias que las convierten en esa nueva “droga”: a) están ligadas a la imagen, y b) permiten la interactividad en forma perpetua.

La imagen juega un papel muy importante en este ámbito. Lo visual es masivo e inmediato. Atrapa, no dando mayores posibilidades de reflexión. “La lectura cansa. Se prefiere el significado resumido y fulminante de la imagen sintética. Ésta fascina y seduce. Se renuncia así al vínculo lógico, a la secuencia razonada, a la reflexión que necesariamente implica el regreso a sí mismo”, se quejaba amargamente Giovanni Sartori). El discurso y la lógica del relato por imágenes modificaron la forma de percibir y procesar la realidad. La imagen es la nueva deidad. Todo, ahora, es a través de una pantalla (celular, computadora, tablet…) ¿Qué seguirá? ¿Chip instalado en el cerebro?

Similar importancia presenta la respuesta inmediata, que permite estar conectado y en interactividad siempre, recibiendo y enviando todo tipo de mensajes. La sensación de ubicuidad (como dios) está así presente, con la promesa de una comunicación continua, muchas veces amparada en el anonimato que confieren en buena medida las TIC’s. Estas tecnologías abren una nueva manera de pensar, de sentir, de relacionarse con los otros. Modifican las identidades, las subjetividades. Se puede llegar a concebir, incluso, que están formando un nuevo sujeto, una nueva forma de estar en el mundo y en las relaciones interhumanas.

Hoy estamos sobrecargados de referencias. La suma de datos disponible es fabulosa, pero tanta información acumulada, sin mayores criterios con que procesarla, puede resultar contraproducente. Esta saturación de ¿información? y su posible banalización, se ha trasladado a las TIC’s, inundando todo. De una cultura del conocimiento profundo se puede pasar a una del divertimento banal, de la superficialidad. Cuidado: no caer tampoco en trampas. Esta cultura cibernética no significa que no haya conocimiento; significa, en todo caso, que el mismo va tomando otras formas, novedosas en la historia de nuestra humanización.

Quienes más se contactan con las TIC’s, viéndose especialmente influenciados por ellas, son los jóvenes. Esto sucede globalmente, en el Norte próspero o en el Sur siempre postergado. La globalización en curso les uniforma criterios. Surgen así las redes sociales, espacios interactivos donde se puede navegar todo el tiempo a la búsqueda de lo que sea: novedades, entretenimiento, información, aventura, etc., etc. El sexo virtual ya es una realidad. Esta redes sirven para todo: desde hacer una tesis doctoral hasta el chisme, desde descalificar a alguien hasta para pasar consignas revolucionarias.

En las redes sociales, usadas fundamentalmente por jóvenes, alguien puede tener infinitos amigos. O, al menos, la ilusión de una correspondencia infinita de amistades (nadie tiene 5.000 amigos en la vida real. Sin dudas, es gloriosa la sensación de universalidad que dan las redes). En esa dimensión, la superficialidad no es ajena a buena parte de la cultura que generan las TIC’s. Ligereza, banalidad y falta de profundidad crítica pueden venir de la mano de ellas, siendo los jóvenes -sus principales usuarios- quienes repiten esas pautas (ahí están las y los influencers, por ejemplo). Pero si bien es cierto que esta cibercultura abre la posibilidad de esta cierta liviandad, también da la posibilidad de acceder a un cúmulo de información y a nuevas formas de procesar la misma como nunca antes se había dado, por lo que estamos allí ante un fenomenal reto.

Los medios alternativos, como el presente, por ejemplo, haciendo uso de la red, de estas nuevas herramientas digitales, son un granito de arena más en la larga y continuada lucha por un mundo mejor. Pero ¡cuidado!: la derecha también las usa, y ahí están los net centers, los perfiles falsos (sin dudas, con más impacto que los medios alternativos), con toda una interminable batería de distractores generando opinión pública. Hoy, caído el muro de Berlín, no hay dudas que el campo popular está un poco (bastante) falto de ideas claras, de referentes precisos en la batalla por esas transformaciones. Los ideales de cambio social de décadas atrás, si bien no desaparecieron -porque las injusticias que los ponen en marcha persisten-, quedaron heridos. La ola neoliberal, todavía presente en prácticamente todo el planeta, significó un golpe muy grande para la izquierda y el campo popular. Esa banalización que mencionábamos se inscribe en esa lógica: “¡no piense, vea videítos, o las selfies que suben mis interminables amigos!”

Así, la cultura digital que ha llegado con una fuerza fabulosa, abre un reto: en tanto tecnología, no es buena ni mala. Como cualquier adelanto científico-técnico, es un instrumento; la cuestión es el proyecto social, el marco ético-político-ideológico donde se inscribe, donde se desarrolla. No puede dejarse de considerar cómo funciona esa tecnología, quién la maneja, qué papel juega para los grandes poderes globales como negocio (hoy, las grandes fortunas del planeta tienen que ver con este ámbito: Google, Apple, Microsoft, Amazon, Alphabet, Facebook) y mecanismo de control social. La posibilidad de construir ahí un espacio alternativo, aunque difícil, está abierta.

Se han aperturado ciertos canales para una relativa democratización de la información. En cierto sentido, todos podemos dejar nuestra marca en la red de redes, decir, denunciar, hacer evidentes ciertas cosas, además de la foto de mi mascota o la mía comiendo en Mc Donald’s muy feliz. Pero no hay que olvidar que ese fabuloso espacio virtual también está hiper controlado por los enormes poderes de siempre, que el tráfico satelital no lo maneja el campo popular, que tecnológicamente dependemos de unos pocos servidores que manejan ese tráfico. La ilusión de creer que el cambio social se agota en una pantalla es un peligro. Bienvenidas las tecnologías digitales, sin duda. Aprovechémoslas, conozcámoslas en profundidad, saquémosle el máximo posible de provecho. Pero estemos conscientes que la posible transformación en pro de mayor justicia no es una cuestión puramente técnica. La tecnología, si no está al servicio de la causa del ser humano como especie, sigue siendo un mecanismo de dominación.

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