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Foto: Nueva Sociedad

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Detrás del enfrentamiento entre ambos gobiernos, en el marco de la agresiva política de la Casa Blanca, hay líneas de diálogo y apuestas diplomáticas que pueden resultar sorprendentes si se las piensa por fuera de la historia mexicana.

Por Rafael Rojas*

Nueva Sociedad, 7 de marzo, 2025.- Desde la perspectiva de cualquier otra izquierda latinoamericana en el poder o en la oposición, la forma en que los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum han conducido la relación con Donald Trump podría resultar extraña. Durante su mandato, López Obrador se presentó como un «amigo de Trump» y, contra toda evidencia, sostuvo que el presidente estadounidense era respetuoso con México. Pero la cosa no terminó allí. Ante la amenaza de la imposición de aranceles por parte del mandatario estadounidense (ya hubo amenazas entonces), López Obrador ordenó restringir el acceso de migrantes por la frontera sur y aumentó las deportaciones.

El entonces presidente mexicano priorizó la entrada en vigor del T-MEC (Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá), que reemplazó al tratado de libre comercio (TLC) impulsado por los presidentes neoliberales Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo en la década de 1990. En julio de 2020, el primer presidente de izquierda de la historia mexicana desde la época de Lázaro Cárdenas viajó a la Casa Blanca y en el jardín de rosas alabó el trato de Trump a México y suscribió la premisa de que China constituía una amenaza para la economía estadounidense.

Mientras López Obrador y Trump coincidieron en la Presidencia, entre 2018 y 2020, la política exterior mexicana estuvo concentrada en sostener una buena relación bilateral con Estados Unidos y propiciar la integración económica entre los dos países. Fue solo con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca cuando López Obrador comenzó a desarrollar nuevos caminos. No bien la administración demócrata reemplazó a la republicana liderada por Trump, López Obrador se embarcó en una aproximación a las izquierdas latinoamericanas y generó antagonismos con gobiernos de derecha, en particular con los de la región andina.

En septiembre de 2021, en un hecho inédito, López Obrador invitó al presidente cubano, Miguel Díaz-Canel, y a buena parte de su gabinete a la conmemoración del bicentenario de la independencia de la América Septentrional, realizada en el Zócalo de la Ciudad de México. Unos días después, el mandatario mexicano fue el anfitrión de la VI Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), a la que asistió el venezolano Nicolás Maduro. En 2022, se negó a asistir a la Cumbre de las Américas en Los Ángeles en protesta por la ausencia de los mandatarios de Cuba, Venezuela y Nicaragua.

López Obrador combinó así una prédica integradora con América del Norte, una clara amistad con Trump y una serie de ademanes de solidaridad y legitimación de gobiernos de izquierda. Ese proceso evocó, de forma bastante nítida, la política exterior desarrollada por México durante la Guerra Fría, en especial la que tuvo lugar durante la década de 1970. Sin embargo, hay dos diferencias importantes: en tiempos de Luis Echeverría y José López Portillo, el comercio exterior mexicano estaba más diversificado y los movimientos políticos que México respaldaba, como el socialismo cubano, el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende en Chile o la Revolución Sandinista en Nicaragua, eran más prometedores que las autocracias de hoy.

Estos ejes que, a priori, podrían parecer contradictorios, se instalaron en la racionalidad diplomática de México desde el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940). Entre 1910 y 1930, la Revolución Mexicana había generado en Estados Unidos una serie de reacciones adversas y críticas, que habían complicado la relación bilateral. La intervención del embajador estadounidense Henry Lane Wilson en el derrocamiento y asesinato de Francisco Ignacio Madero, la ocupación de Veracruz en 1914, el enfurecimiento estadounidense tras el Telegrama Zimmermann en 1917 y la cancelación de los Tratados de Bucareli por el gobierno de Plutarco Elías Calles en 1926 expresaron algunas de las fricciones de aquellos años.

La radicalización de la reforma agraria y las nacionalizaciones petroleras producidas durante el gobierno de Cárdenas avivaron el conflicto con Estados Unidos. Sin embargo, Cárdenas aprovechó la convergencia diplomática que propiciaba el New Deal y la política de buena vecindad de Franklin D. Roosevelt para mantener a flote la relación bilateral. Paolo Riguzzi, historiador de El Colegio de México, ha mostrado la importancia que, en aquella coyuntura crítica, tuvo el papel del embajador de Estados Unidos en México, Josephus Daniels, un defensor del New Deal, opuesto al ala más intervencionista de la diplomacia estadounidense encabezada por Cordell Hull y Benjamin Summer Welles.

Esa relación prioritaria con Estados Unidos, que sobrevivió a las tensiones del nacionalismo petrolero, se consolidaría después del gobierno de Cárdenas y llegaría a su apogeo durante la Guerra Fría. Mientras proyectaban una autonomía diplomática por medio de acercamientos a la Cuba de Castro, el Chile de Allende o la Unión de Soviética de Brezhnev, Echeverría y López Portillo compartían con la Agencia Central de Inteligencia (CIA) información sobre los movimientos y las redes de la izquierda mexicana que criticaba y se oponía a la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI).

En la década de 1990, el Partido de la Revolución Democrática (PRD) encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas se convirtió en la formación hegemónica de la izquierda en México. Y, paulatinamente, se movió de una oposición principista al TLC a su aceptación negociada. El libro La casa por la ventana (Cal y Arena, 1993), de Jorge Castañeda, entonces cercano a Cárdenas, capta muy bien aquella transición y deja en evidencia el modo en que la integración económica con Estados Unidos y Canadá pasó a considerarse como inevitable. Pero esa posición iba de la mano de una actitud crítica: la izquierda no dejaría de demandar una negociación favorable a México en temas como migración, derechos laborales o medio ambiente.

La política exterior de López Obrador se inserta en esa tradición de un nacionalismo compatible con una relación cuidadosa y privilegiada con Washington. Su diplomacia desganada y a veces errática, especialmente en relación con América Latina, respondió a los dilemas que generaba la consideración del espacio de América del Norte como un punto prioritario en las relaciones internacionales del país. El documento sobre el «ADN norteamericano», suscrito por México en 2023, con motivo del bicentenario de los nexos diplomáticos con Estados Unidos, resume aquella estrategia.

A Claudia Sheinbaum, la sucesora de López Obrador, le ha tocado convivir con una nueva gestión de Trump, más agresiva en su política exterior que la primera y especialmente dada a utilizar los aranceles como herramienta de presión. La presidenta ha preservado la lógica de su predecesor: priorizar el T-MEC como motor de la economía mexicana y balancear la dependencia con Estados Unidos a través de una diplomacia «de izquierda» en relación con América Latina. Al inicio de su mandato, Sheinbaum desarrolló incluso ciertos gestos de aproximación a Europa, a la vez que manifestó un claro posicionamiento a favor de Ucrania en la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Pero nada de esto es comparable con los intentos de diversificación internacional, en especial respecto a China y a la región Asia-Pacífico, que fueron característicos de la diplomacia mexicana entre los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari y Enrique Peña Nieto.

La presidenta ha llamado a actuar «con cabeza fría» frente a Trump, a «coordinarse y colaborar con Estados Unidos», pero también a «no subordinarse». Sin embargo, es evidente que la subordinación ha existido y se ha verificado en el cumplimiento de diversas exigencias de Washington. Entre ellas pueden mencionarse el mayor control migratorio de la frontera sur, el reforzamiento militar de la frontera norte, el combate al crimen organizado, la destrucción de laboratorios de fentanilo y, por último, la espectacular entrega de 29 capos del narcotráfico a Estados Unidos, incluido el veterano líder del Cartel de Guadalajara Rafael Caro Quintero, sin que mediara o se completara un proceso regular de extradición.

La explicación oficial para este último gesto es que existía el riesgo de que los capos del narcotráfico fueran liberados por jueces mexicanos, pero es difícil que una fiscalía tan poderosa como la que encabeza Alejandro Gertz Manero carezca de mecanismos para conjurar ese peligro. Que la entrega de los capos a la justicia estadounidense constituyó una concesión a Trump se hizo evidente desde el momento mismo en que la operación coincidió con un encuentro en Washington entre el canciller Juan Ramón de la Fuente y el secretario de Seguridad Omar García Harfuch, por el lado mexicano, y el secretario de Estado estadounidense Marco Rubio. Estados Unidos, naturalmente, exhibió como un trofeo de guerra el traslado de los capos, aunque Trump se adelantó a reiterar que la amenaza de los aranceles se mantenía y que México no hacía lo suficiente para combatir el narcotráfico.

La entrega de los 29 capos del narcotráfico se hizo con arreglo a las normas de seguridad nacional del Estado mexicano, que penalizan a los agentes del terrorismo internacional. La expulsión se produjo poco después de que Estados Unidos declarara a seis carteles mexicanos de la droga –los de Sinaloa, Jalisco Nueva Generación, del Noreste, el Golfo, Cárteles Unidos y La Nueva Familia Michoacana– como organizaciones terroristas transnacionales. Al llegar a Estados Unidos, los narcotraficantes han sido catalogados como terroristas y se ha solicitado la condena a muerte para Caro Quintero, a pesar de que en México no existe la pena capital.

Con un discurso continuista, el gobierno de Sheinbaum ha logrado trasmitir al de Trump que, en relación con el crimen organizado, no sigue la política de «abrazos, no balazos» de López Obrador. Al presentarse como un socio más confiable en el combate contra el narcotráfico, el nuevo gobierno mexicano busca amortiguar el golpe del giro proteccionista de Trump y su eventual aplicación de aranceles. Pero en su apelación a una lógica de contrapesos diplomáticos, que intenta cubrir el flanco nacionalista por medio de otras tensiones diplomáticas, el segundo gobierno de la Cuarta Transformación, como se ha autodenominado el proceso iniciado por López Obrador, sigue al pie de la letra el legado del primero.

El incremento de la fricción y las tensiones con España, que se hicieron visibles con el cumplimiento de los 500 años de la ejecución de Cuauhtémoc, el último tlatoani de Tenochtitlán, deben ser leídos en una estricta relación con esta política exterior. Sheinbaum ha vuelto a reprochar al rey Felipe VI no haber respondido oficialmente la carta de López Obrador en que se demandaba al Estado español pedir disculpas por la conquista de México. En contra de las expectativas de un relanzamiento del vínculo bilateral con España, el gobierno de Sheinbaum atiza la querella con Madrid, mientras sobreprotege su relación con el mandatario estadounidense más antimexicano de la historia.            

El gobierno español liderado por Pedro Sánchez sostiene una posición estratégica en sus alianzas con el campo progresista latinoamericano, que incluye a los gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, Gabriel Boric en Chile, Gustavo Petro en Colombia y, ahora, Yamandú Orsi en Uruguay. Por su parte, el gobierno de Lula impulsa una expansión de los BRICS [Brasil Rusia, la India, China y Sudáfrica] hacia América Latina y el Caribe, que ha logrado muy buena recepción en diversos países de la región.

México ha quedado afuera de ambas iniciativas, la española y la brasileña, por diversas pero convergentes razones. Ese retraimiento coloca al gobierno de Sheinbaum, como antes al de López Obrador, en una suerte de tenaza entre dos extremos: la integración norteamericana y el bolivarianismo antiestadounidense. Los dilemas de esa doble presión muchas veces se traducen en una relación poco profesional con gobiernos de derecha y en un escoramiento en favor del bloque bolivariano, como se vio con el abandono de la alianza con Brasil y Colombia frente al fraude electoral de Nicolás Maduro en Venezuela.

El saldo desparejo de esos ejercicios compensatorios queda en evidencia cuando, a pesar de todas las concesiones, la presión arancelaria no cesa. El gobierno de Donald Trump puede posponer los aranceles a México por uno o dos meses, pero todo parece indicar que su amenaza forma parte de una reorientación de los vínculos comerciales no solo con México y Canadá, sino también con la Unión Europea y con China. México, en cambio, no responde a esas amenazas aliándose con Canadá, reforzando sus vínculos con China o Europa o acercándose a los BRICS, como recomendarían las reglas elementales del juego geopolítico, sino de un modo estrictamente bilateral.

La primera ronda de aranceles de 25% contra México debió entrar en vigor el 4 de marzo de 2025. Mientras que Canadá reaccionó aplicando tarifas proporcionales a Estados Unidos, la presidenta Sheinbaum pidió «serenidad y paciencia». La Jornada, el periódico de la izquierda hegemónica, denunció que las medidas de Trump violaban el T-MEC y las reglas establecidas por la Organización Mundial de Comercio (OMC). La izquierda mexicana quedó atrapada en la extraña situación de afirmar las coordenadas del capitalismo financiero global para sostener la cruzada contra el neoliberalismo en su propio territorio.

La presidenta Sheinbaum ha convocado a una concentración en el Zócalo de la Ciudad de México para el domingo 9 de marzo. Se presume que, allí, informará sobre las «medidas arancelarias y no arancelarias» a aplicar contra Estados Unidos. Una conversación con Trump en la mañana del miércoles 6 y la propia constatación de la Casa Blanca del nerviosismo en los mercados y la reacción adversa en Canadá disuadieron al mandatario de Estados Unidos. La amenaza arancelaria no desaparece, solo se pospone por un mes más. Luego de la última posposición, Trump y Sheinbaum intercambiaron mensajes elogiosos en sus cuentas de X, la plataforma de Elon Musk.

Será muy instructivo observar el tono y el sentido de la concentración pública en el Zócalo este 9 de marzo. El evento se anunció como una manifestación de protesta contra los aranceles y la violación de la soberanía mexicana por parte de Trump, pero poco a poco ha ido adquiriendo un cariz de celebración y aclamación por la eficacia con que la presidenta ha manejado la crisis y ha logrado aplazar medidas proteccionistas contra México. Como nueva evidencia del reacomodo ideológico de estos tiempos, en el Zócalo de la Ciudad de México podría celebrarse que la continuidad del libre comercio y la integración de Norteamérica ha logrado sobrevivir, una vez más, al imperialismo estadounidense.


 

Fuente: servindi.org

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