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Es un tanto aventurado precisar con corrección para dónde va
a ir políticamente Latinoamérica en los próximos años. La experiencia nos
muestra que, si bien hay agendas trazadas por los grandes poderes, la dinámica
humana pueda dar sorpresas y giros impensados. La actual catástrofe ecológica,
la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial con el uso de armas nucleares, las
explosiones sociales que se suceden en distintos puntos del orbe y que pueden
conducir a procesos de transformación violenta, la aparición de nuevos poderes
en el escenario internacional con articulaciones desconocidas pocos años atrás
(los llamados BRICS+, por ejemplo), cualquier incidente fuera de control como
un hackeo a gran escala o una nueva pandemia generadora de una profunda crisis
sanitaria, o una tormenta solar extrema que colapse nuestro actual mundo
digital, son todos posibles elementos que pueden cambiar drásticamente el
tablero, y que escapan a guiones previamente trazados.

De todos modos, existen ciertas regularidades que pueden
encontrarse en las acciones políticas, las cuales, efectivamente, sí intentan
seguir -o, al menos, los poderes dominantes intentan que así sea- escenarios
trazados. Esbozamos aquí un par de puntuaciones sobre la situación general de
Latinoamérica y lo que pensamos que puede suceder en el corto y mediano plazo
en términos políticos.

Desde la tristemente famosa Doctrina Monroe, de 1823
(“América para los americanos” … del Norte, por supuesto), Latinoamérica es
considerada la zona de operaciones y reaseguro incuestionable de la
geoestrategia de dominación que se trazó la clase dirigente del naciente país
de Estados Unidos, ya en ese entonces una potencia industrial en crecimiento,
comenzándole a disputar la hegemonía a los imperialismos europeos. 200 años
después, esa “doctrina” está más vigente que nunca.

Latinoamérica representa un gran negocio para la voracidad
imperial de Estados Unidos. De aquí obtiene muchos beneficios que, por supuesto
sirven para mantener el poder hegemónico y los lujos extravagantes de su clase
dirigente, e indirectamente para alimentar los beneficios económicos de su gran
masa asalariada. De ahí que cuida muy meticulosamente la región, para lo que
tiene diseminadas en la zona más de 70 bases militares, todas altamente
operativas, y la IV Flota de la Marina, parte del Comando Sur, cuya área de
operaciones está dada por los mares que bañan América Central y Sudamérica.

Latinoamérica entra en su lógica de dominación global, ante
todo, como proveedora de materias y primas y fuentes energéticas. El 25% de
todos los recursos que consume Estados Unidos proviene de la región. Agreguemos
que, de las distintas reservas planetarias, el 35% de la potencia
hidroenergética, el 27% del carbón, el 24% del petróleo, el 8% del gas y el 5%
del uranio se encuentran en Latinoamérica. A lo que debe agregarse el 40% de la
biodiversidad mundial y el 25% de cubierta boscosa de todo el orbe, así como
importantes yacimientos de minerales estratégicos (bauxita, coltán, litio,
niobio, torio), además del hierro, fundamentales para las tecnologías de punta
(incluida la militar), impulsadas por el capitalismo estadounidense.

Por otro lado, la zona latinoamericana le posibilita mano de
obra barata para su producción transferida desde su territorio (maquilas,
ensambladoras, call centers recientemente) y, pese a las actuales políticas
antimigratorias cada vez más restrictivas, la región sigue proporcionándole
recurso humano casi regalado para la industria, el agro y servicios a través de
los interminables ejércitos de indocumentados que siguen llegando a su
geografía, huyendo de la pobreza de sus países, buscando “salvación” en el
supuesto paraíso americano. Hay ahí un doble discurso inmoral: se les cierra la
puerta, al mismo tiempo que se les necesita para los trabajos subalternos que
ningún ciudadano estadounidense quiere hacer; y por tales trabajos a los
inmigrantes irregulares (los “mojados”) se les pagan salarios sustancialmente
inferiores, se les somete a condiciones laborales inseguras e insalubres y se
les impide la posibilidad de protesta. Los gobiernos de Latinoamérica saben
todo esto, pero lo dejan pasar, porque las remesas enviadas a las familias que
aquí siguen ayudan a descomprimir las asfixiantes situaciones económicas de
nuestros países.

La región latinoamericana es un área cautiva para bienes y
servicios que provee Estados Unidos, además de estar en gran dependencia
tecnológica del desarrollo del país del Norte. La dependencia se amarra más aún
con el circuito financiero establecido por Washington: las deudas externas que
pesan sobre todos los países latinoamericanos constituyen un irremediable freno
a su posibilidad de desarrollo autónomo. Cada ser humano que nace en la región
ya tiene acumulada una deuda de 2,500 dólares, que condicionará su calidad de
vida en el corto, mediano y largo plazo. Quien termina mandando en la zona no
es el presidente de turno de cada país, sino la banca internacional que nos
somete y pone condiciones.

Los procesos de integración que se han intentado desarrollar
en el área, se realizan siempre desde los marcos del capitalismo, y como
entendimientos cupulares entre las clases dirigentes de los distintos países.
Proyectos de integración ha habido muchos, desde los primeros de los líderes
independentistas a principios del siglo XIX hasta los más recientes de los
siglos XX y XXI: la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio -ALALC-, la
Comunidad Andina de Naciones, el Mercado Común Centroamericano, la Comunidad
del Caribe -CARICOM-, la Secretaría de Integración Económica Centroamericana
-SIECA-. Recientemente, y como el proyecto quizá más ambicioso: el Mercado
Común del Sur -MERCOSUR-, creado por Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y
Bolivia en 1996, al que se han unido posteriormente Chile, Perú, Ecuador,
Colombia y Venezuela. Quizá el único proyecto más “progresista” es la Alianza
Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América – Tratado de Comercio de los
Pueblos -ALBA-, impulsado en su momento por Venezuela, al que se unieron luego
varios países, Cuba en especial. Habrá que ver, si es que se puede considerar
un proyecto de integración, el papel que podrá jugar la Nueva Ruta de la Seda,
impulsada por China, como proceso integrador ya a una escala global tocando a
muchos países del subcontinente.

Empezando por Chile bajo la dictadura de Augusto Pinochet en
la década de los 70 del pasado siglo, lo que sirvió como laboratorio social,
incluso supervisado en persona por Milton Friedman, todos los países de la
región se encuentran bajo políticas neoliberales salvajes, que privatizaron
prácticamente todos los servicios y activos de los Estados nacionales,
precarizando de modo monumental las condiciones laborales de las amplias masas
populares. Salvo Cuba, ningún país escapa a esos planes, incluidos todos los que
podríamos designar “progresistas”.

Desde inicios del presente siglo, motorizados por los
cambios que se sucedieron en Venezuela bajo la presidencia de Hugo Chávez, distintos
países transitaron procesos políticos de centro-izquierda. En algún momento, la
mayor parte de naciones latinoamericanas presentaron esos gobiernos. Para la
derecha -que en muchos casos sigue con la lógica maniqueísta de la Guerra Fría:
“buenos” y “malos”-, esos movimientos se vieron amenazantes, un paso al
comunismo. “La democracia es el caldo de cultivo del comunismo”, decía
Pinochet. Esa ideología fascistoide persiste aún en muchos sectores de derecha;
de ahí que todos estos tímidos intentos de gobiernos con talante social, fueron
y son atacados. El pensamiento más hiper conservador y defensor a ultranza del
capitalismo salvaje se ha instalado con fuerza en todo el mundo. Contra esa
tendencia debe accionar el campo popular.

Dichos procesos, conocidos como “progresismos”, realizaron
una serie de cambios sociales importantes: planes educativos, sanitarios, de
vivienda, de infraestructura básica, culturales, etc., que beneficiaron a
amplias capas populares. En lo económico duro, sin embargo, ninguno realizó
procesos de transformación profundo (reforma agraria, expropiaciones,
estatización de la banca). En realidad, ninguno de esos gobiernos, llegados en
todos los casos por medio de procesos electorales en el marco de las
democracias representativas de la institucionalidad capitalista, buscó esos
cambios. Ninguno, más allá de un cierto barniz externo, tiene realmente un
ideario socialista en búsqueda de la revolución social, inspirado en conceptos
del materialismo histórico. Eso abre la pregunta: ¿se puede llegar al
socialismo por vía electoral? La respuesta está más que clara: es imposible.
“Para hacer un omelette hay que romper algunos huevos”; no es posible un cambio
radical de base si no es a través de un proceso que conlleva violencia. “La
violencia es la partera de la historia”, decía un pensador decimonónico
supuestamente superado.

Hubo dos oleadas de progresismos, con un reacomodarse de la
derecha más neoliberal entre medio de ambos. Los dos momentos marcaron lo
mismo: procesos de administración del capitalismo con un poco de mayor
preocupación social, con talante reformador, pero sin querer/poder ir más allá.
De todos modos, para las posiciones más recalcitrantes de la derecha, esos
procesos siempre fueron un peligro, por lo que no dejaron de ser
sistemáticamente bombardeados. El grado de sometimiento al gran capital, hoy
día es omnímodo: nos intenta transformar de “trabajadores” en “colaboradores”,
y así han desarticulado todas las luchas profundas que buscan horizontes post
capitalistas.

El único proceso con ideario socialista que se mantuvo,
iniciado incluso mucho antes de esos progresismos, fue Cuba. Ahí el proceso de
transformación nació de una auténtica revolución popular, con apoyo de una
vanguardia armada, y no llegó por sufragio universal. Con muchísimos problemas,
habiendo sido atacada por todos los medios por el imperialismo estadounidense,
con una moral de hierro resistió por décadas, y al día de hoy, aún con
dificultades varias, se mantiene victorioso. Solo como dato: en medio del
ataque sistemático y del bloqueo, es la única nación del Sur global que pudo
producir una vacuna contra el Covid-19. Nicaragua, la otra revolución
socialista de Latinoamérica -última insurrección popular victoriosa de la historia,
al menos de momento- cayó finalmente víctima de los ataques de Estados Unidos.
El regreso a la presidencia años después de un partido sandinista no tiene nada
que ver con los ideales de otrora: hoy Nicaragua es un país capitalista con un
gobierno con talante popular-social, con un incendiario discurso
antiimperialista pero que no representa un verdadero referente para la
izquierda. Por el contrario, puede ser un lastre. Las izquierdas que no son
realmente izquierdas, alimentan los discursos anatematizantes de la derecha,
dando lugar así a las más virulentas críticas.

Brasil, la economía más poderosa de la región y entra las
diez más grandes del mundo, sigue siendo capitalista pese a un gobierno
progresista. Sin embargo, su inclusión en el grupo de los BRICS históricos y su
apuesta por una moneda distinta al dólar, puede posicionar al país como un
importante referente del nuevo tablero internacional que se está constituyendo.
A lo interno sigue presentando abismales diferencias entre ricos y pobres,
situación que el gobierno progresista no puede eliminar (porque para ello se
necesitaría un planteo socialista real). De todos modos, el intento de
desmarcarse de la hegemonía de Washington abre perspectivas nuevas, para Brasil
y, quizá, para la región.

Los progresismos de inicio del siglo, que vieron favorecidos
sus programas sociales por un período de especial bonanza de la economía china,
quien compraba ingentes cantidades de recursos naturales de la región
(energéticos, alimentos, minerales varios), al ralentizarse un tanto esas
compras y bajar los precios de las materias primas exportadas, se encontraron
con dificultades para seguir manteniendo esos programas, sin dudas
clientelares. Por otro lado, el embate de las derechas, siempre capitaneadas
por Washington con sus estrategias continentales, minaron los proyectos
socialdemócratas de la región. Las deudas externas, que siguen vigentes, son
una pesada carga que condiciona todo actuar político independiente.

Aunque persisten muchos de estos progresismos, y en un ciclo
de aparición y desaparición han surgido otros nuevos (México, Colombia,
Honduras, Chile, Brasil, quizá Argentina nuevamente), está visto que ninguno
puede impulsar un claro proyecto anticapitalista. “Capitalismo serio” – ¿qué
será eso? -, capitalismo con rostro humano, “En mi país no hay lucha de clases”
pudo decir alguien de entre ese grupo de progresistas; es decir: planes
neoliberales con colchón…, todas las propuestas no pueden dejar de moverse en
la esfera del capital, manteniendo las estructuras de acumulación, por un lado,
y explotación por otro. En algunos casos, más allá de las buenas intenciones,
completamente amarrados a la banca internacional, sojuzgados políticamente por
Washington, sin mayor espacio de maniobra. El único que, en medio de la
tormenta, sigue ofreciendo una real alternativa post capitalista -con índices
socioeconómicos superiores a cualquier país del área, incluida la mal llamada
“Suiza latinoamericana”: la socialdemócrata Costa Rica- es Cuba.

Las estrategias de dominio continental de la Casa Blanca han
ido cambiando con el tiempo. La otrora Doctrina de Seguridad Nacional centrada
en el combate (mortífero y sangriento) del llamado “enemigo interno”, asentada
en las fuerzas armadas de cada país (para eso existía la Escuela de las
Américas), muy cara política y económicamente para Estados Unidos, trocó a
nuevos métodos: revoluciones de colores, guerra jurídica (lawfare), guerra
contra la corrupción. Ahora, todo pareciera indicar -Guatemala podría estar
siendo el laboratorio social pare ello- un llamado a la “defensa de la
democracia”. Estamos ante nuevas formas de control social, de imposición
política suave, sin necesidad de tanques de guerra, cárceles clandestinas ni
escuadrones de la muerte. Todos estos dispositivos represores, incluyendo
cámaras de tortura y desaparición forzada de personas, si es necesario, allí
siguen estando listos; recordemos Honduras 2009 o Bolivia 2019. Las armas, la
fuerza bruta, sigue siendo el respaldo final. Pero antes de ello se dispone de
un nuevo arsenal de “revoluciones cívicas no violentas”, bien presentadas, bien
manipuladas. La lucha contra la corrupción, por ejemplo, que dado el aluvión
mediático pasó a ser la nueva “plaga bíblica maléfica” que hay que combatir
(experimentada por vez primera en Guatemala en el 2015), sirve para sacar
gobiernos “molestos”. Funcionó, sin dudas: luego de Pérez Molina en el país de
los mayas, dio resultado también en Brasil (Lula y Dilma a la cárcel), en
Argentina (Cristina Fernández defenestrada), en Ecuador (Rafael Correa
bloqueado). El imperialismo sabe muy bien lo que hace. Por eso ahora, más que
invertir en militares latinoamericanos, invierte en operadores de justicia,
¿preparándolos para la guerra jurídica?

Por lo pronto, en todos nuestros países han aparecido nuevas
derechas, a veces con formato “progre”, popular, hablando un lenguaje
campechano, incluso atractivo, juvenil. Pero debajo de esa presentación sigue
habiendo un profundo y visceral anticomunismo. “Neofascismo” se le ha llamado:
no es el fascismo que imperó en Europa antes de la Segunda Guerra Mundial, pero,
aunque se presenta con otro rostro, continúa actuando de la misma manera:
supremacista, racista, patriarcal, empapado completamente de las políticas
neoliberales más salvajes, arrodillado ante el poder norteamericano
(representado por personajes como Iván Duque, Sebastián Piñera, Jair Bolsonaro,
Mauricio Macri, Daniel Noboa, Javier Milei, Dina Boluarte, etc.) Y aunque no
están directamente en las casas de gobierno en todos los casos, son actores
políticos claves, arrastrando grandes masas populares gracias a un manejo de
psicología colectiva perfectamente diseñado (¡por eso ganan elecciones!). Las
fundamentalistas e hiper conservadoras iglesias neoevangélicas van de la mano
completando el cuadro. Incluso con esta avalancha de grupos neopentecostales le
taparon la boca a la Teología de la Liberación de la Iglesia católica.

En términos generales, las izquierdas están desarticuladas.
Luego de la caída del campo socialista europeo, con el grito triunfal de la
derecha del “fin de la historia y las ideologías”, las izquierdas no terminan
de recomponerse. La derecha, incluso estas nuevas derechas 2.0, han ido
quitándole el discurso a la izquierda. La “lucha contra la pobreza” reemplazó a
la lucha contra las injusticias, y la “resolución pacífica de los conflictos”
se antepone ante la “violencia terrorista de la izquierda”. La lucha armada,
dado el panorama político global que se vive y por las tecnologías monumentales
que desarrolló el sistema para defenderse (satélites geoestacionarios desde
donde nos controlan, inteligencia artificial que se nos anticipa y primado de
la llamada post verdad -la mentira entronizada y aplaudida-) ha salido del
mapa, por inoperante en el mundo actual: ya no es una opción. Los sindicatos,
cada vez más, agravado ello por la precarización creciente -el neoliberalismo
impuso ese desastre- ya perdieron su papel de vanguardia en la lucha política
reivindicativa. La derecha ha ido sabiendo cómo transformarlos en mansos
perritos falderos del sistema, nada cuestionadores. De todos modos, la protesta
social no cesa; en realidad, es imposible que cese, porque las condiciones de
pauperización creciente que conllevan las políticas de ajuste, provocan un
profundo descontento. La cuestión es que todos los movimientos sociales que
expresan el malestar reinante (movimientos campesinos, grupos de mujeres, de
desocupados, de jóvenes sin perspectivas, de la diversidad sexual, los Sin
Tierra, las reivindicaciones étnicas, etc.) no encuentran un proyecto común que
aglutine todas esas luchas. Como el “divide y reinarás” sigue vigente, el
imperialismo (estadounidense, y también europeo) intensifica esas compartimentaciones:
cada grupo reivindicando su lucha parcial, obligando a olvidar el contexto
general de la sociedad donde la lucha de clases sigue siendo el motor,
intentando sacarla de circulación como elemento que permita direccionar los
procesos políticos. Los financiamientos de la llamada “cooperación
internacional” (que no coopera con nadie, sino solo con los donantes) van en
esa dirección. El contexto ha llevado a encasillar el accionar político
exclusivamente al ámbito de las elecciones democrático-burguesas. Los
progresismos que han surgido, todos se mueven en esa dimensión, y sabemos que
esa democracia no permite cambios genuinos, más allá de pinceladas cosméticas.
No hay, de momento, proyectos transformadores/revolucionarios claros, creíbles,
que muevan masas, con direcciones/liderazgos/vanguardias respetadas y
admiradas. Mueven más gentes candidatos de esas nuevas derechas mediáticas o
predicadores evangélicos que discursos con perfil socialista. El mundo digital
que se va imponiendo, centrado en la transmisión de puras imágenes y fake-news,
desarticula el discurso crítico de las izquierdas. Hay allí una agenda urgente
a revisar para estudiar nuevos métodos de trabajo político. Crecen más los
cultos evangélicos que las propuestas de denuncia social: ¿por qué? ¿Qué tienen
que hacer las izquierdas en este nuevo escenario?

Estados Unidos sigue siendo la gran potencia capitalista
mundial, pero lentamente comienza a mostrar grietas. Su poder económico, basado
en su colosal desarrollo científico-técnico, está empezando a ser cuestionado
por China, que ya está tomando la delantera en muchos campos del quehacer
humano. Inmediatamente terminada la Segunda Guerra Mundial, el país americano,
detentando el monopolio del arma nuclear, aportaba un tercio del Producto Bruto
Mundial; hoy eso es de apenas el 18%. Sus armas ya no son las más poderosas:
una renacida Rusia -heredera de la Unión Soviética- muestra los dientes, y su
desarrollo de la misilística hipersónica -a la que se acerca también China- evidencian
que Estados Unidos ya no es la superpotencia imbatible en el campo bélico. De
todos modos, la clase dominante yanki no está dispuesta en lo absoluto a perder
su sitial de honor. Como bestia herida, se defenderá apelando a todos los
medios imaginables: hasta tiene contemplada la posibilidad de guerras nucleares
limitadas. En esa lógica, Latinoamérica, su tradicional patio trasero, aparece
como el obligado reaseguro ante su lento, pero ya comenzado -e indetenible-
declive. La presencia rusa y china en el área la vive como una extraordinaria
amenaza a su hegemonía. De ahí que los países al sur del Río Bravo verán una
mayor agresividad estadounidense de aquí en más, agresividad muy sutilmente
desplegada, con guerras jurídicas y revoluciones de colores. Eso,
indudablemente, no es una buena noticia para nuestros pueblos. Pensar en
revoluciones socialistas como la cubana o la nicaragüense, hoy parece
imposible, lo que remite a revisar la armazón conceptual del materialismo
histórico a la luz de las características que tomó el mundo: ¿es posible hoy
una revolución anticapitalista en un país pequeño y dependiente como los
nuestros? Si se toma el poder, eventualmente -como el zapatismo pareciera
haberlo hecho en Chiapas, sin poder ir más lejos a nivel de todo México-
¿cuándo puede resistir una sociedad en transformación sin el apoyo de un
hermano mayor como lo fue la Unión Soviética en su momento? La perspectiva de
“defensa de la democracia” que se nos va imponiendo, ¿cómo transformarla?
Porque está claro que “esa” democracia no es la que necesitamos. Pero nadie
puede presentarse como antidemocrático (se corre así el riesgo de llamar a las
dictaduras y a la autocracia, según la corporación mediática capitalista). Los
caminos se ven algo cerrados. Por eso estamos obligadamente convocadas y
convocados a profundizar en esto: ¿cómo transformar nuestras paupérrimas
realidades? En principio, no se ven las mejores perspectivas para nuestra
tierra latinoamericana. Aunque recordemos que “Podrán cortar todas las flores, pero
no detendrán la primavera”.

Marcelo Colussi 

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